martes, 26 de febrero de 2013

Escena en la puerta de un tenedor libre coreano en San Fernando



Te sentaste en el cordón de la vereda, changuito mío,
me ofreciste un cigarro pero yo no sé fumar
me dijiste cosas que no me acuerdo
y mientras yo miraba al cielo
que empezaba a aclarar
era mañana
y me decías cosas que no me acuerdo
y te miraba la boca
y entre sueño y sueño
te dabas vuelta y te reías
con tu espalda ancha en perspectiva
y te ponías a cantar.
El rocío de la madrugada
nos levanta el ánimo
y nos palmea el hombro
porque huele a nostalgia
y a mañana húmeda
y a encuentros fortuitos
y al paso del tiempo
y a desconocer el tiempo
y el espacio
y las calles
que dan a la vereda
y la noticia
la cruel noticia
y el nervio del ojo
y el lagrimal
y las pupilas
y las pestañas
y los párpados
y la lágrima
la lágrima
la otra lágrima,
la mía;
cararrota,
infeliz,
impresentable.

viernes, 15 de febrero de 2013

"El /piyama/" (Un relato intertextual)


Si me preguntás a mí, un pelotudo. Así nomás. Yo soy de las personas que para dormirse se sacan toda la ropa, hasta la última prenda. Me gusta dormir en bolas. Tiendo a pensar que la ropa es una de las tantas formas de opresión que las normas sociales adaptan para cada uno de nosotros y que el placer de dormir, el verdadero placer de estar en la cama, se disfruta sin ropa. Cuando estás desnuda y las sábanas te rozan los pelitos de los brazos y las piernas, y te llevás el manto hasta la nariz y estás envuelta, es como si nadie te viera, como si nadie supiera de tu existencia.
Debe haber algo en los seres humanos que nos devuelven a la desnudez. Por eso desconfío de los que duermen en piyama tanto como me preocupan las pirañas.
 Mi ex era un poco así. Cuando lo conocí era diferente, no vayan a pensar que me enamoré de un pelotudo. No, cuando lo conocí nos la pasábamos en pelotas rodando entre las sábanas que eran como nuestro santuario. La piel tiene una transparencia que nos calma la mayoría de las veces. Es susceptible ante el recuerdo e infame respecto del futuro.
Claro que me encantaba estar desnuda con él, era el paraíso. Hay una expresión para esto que estoy contando: “como conejos”. Así éramos. Como una oda a la noche y a los días, llega un momento en que el día se confunde con la noche y perdemos la noción del tiempo. Es totalmente necesario hacerlo una vez cada tanto. Hacerlo en ese sentido, en el de hacerlo para hacernos uno con las sábanas en nuestra desnudez, con un ritmo preciso pero inventado también por nosotros. Es necesario confundir el paso del tiempo y no saber a qué hora suena la alarma para levantarse e ir al trabajo, casi tan necesario como dejarse crecer el bigote y depilarse justo antes de salir a la calle. Ahí, en esos tres o cuatro milímetros de bello facial que quedan impresos en la cera está la muestra del paso del tiempo, de todo lo que hicimos. Entonces salía a la calle con el bozo todo colorado y no me daba vergüenza porque para mí era un secreto que compartíamos sólo con mi piel.

Pero la vuelta a la casa era fatal. Porque la mayoría de las veces no quería cocinar y él ya estaba en la cama y yo me emocionaba y ¡ay, lindo, no me esperes que ya voy! Hasta que empezó a quedarse dormido, o hacerse el dormido, y me di cuenta de que había reemplazado a mi piel por su piyama.

El muy ridículo se acostaba a dormir a las nueve y yo me tenía que quedar leyendo al lado de la computadora con la luz de morondanga que tenía la lamparita del velador que desde hacía años alumbraba poco porque llevaba un foquito, aunque redundante, bueno, chiquito. Y yo me ponía a leer a Fogwill, cosa que él odiaba, lo acusaba de sexópata, ¡el muy ridículo! Como si se hubiera olvidado de todas las cosas que habíamos hecho tan parecidas a las que leía en Fogwill. La moral pinta cuando pinta, y la moralina es el opio de las parejas. De repente ya no quería que nos desnudáramos todos los días y de un día para el otro se empezó a dormir para un costado de la cama y miraba a la pared, yo pensaba que estaba nostálgico, digo, esa enfermedad que le agarra a los posmodernos (porque él era un poco así) cuando en realidad sucedía que tenía un piyama a rayas, como un preso prototípico de las películas americanas, o las argentinas viejas muy malas, y le quedaba tan ridículo que un día se lo escondí en un cajón del placard que usábamos para guardar toallas y él no lo encontró y desesperó y se puso a llorar solo en un rincón a la hora de la comida.

Y eso fue hace muchos años ya. Después de ese día todos en casa entendimos que algo había cambiado, que la piel de mi piel ya no era mía, y empecé a cercar los espacios de la casa, empezando por el ropero. Quise tirarle el piyama pero lo fue a buscar a la bolsa de la basura en la calle. Quise comprarle boxers, y la tradición se lo impedía, era un hombre chapado a la antigua, de verga en calzoncillo.
Supe que le molestaba que sacara el tema del “piyama del orto” cuando le hacía chistes sobre sus nuevas costumbres caseras, y me las tuve que ingeniar para aprender a vivir más sola, porque habíamos llegado a un punto en el que discutíamos por ver quién tenía razón sobre la correcta escritura de la palabra, y para mí se escribia piyama, con y griega, y además le agregaba siempre, como un sufijo, “de mierda” (o “del orto”).
Había otros días en los que me sentaba en el borde de la cama y lo miraba a él en el mismo costado de siempre, y yo pensaba qué hermoso había sido haber pasado en el mismo colchón tantas maravillas antes, tanta soledad apilada para colisionar dedo a dedo, quedaba de eso apenas un rastro en las marcas de sus talones, porque andaba en patas, siempre descalzo, y yo le hacía cosquillas, y él se reía un rato… me miraba, desplegaba una sonrisa momentánea y bostezaba, daba vuelta la cabeza que apoyaba en una almohada y cerraba los ojos y se dejaba ir. Ridículo.

Cuando pusimos Internet en casa, busqué en Internet y en casa, maneras de distraerme y hacer de cuenta de que podía dormir al lado tuyo, sólo que ahora con una computadora portátil, que era la que me daba ese calorcito en la panza (porque la usaba sobre mi falda) que antes me dabas vos. Me aburrí. Empecé un taller de tejido artesanal. No fui más. Me compré libros, muchos libros. No los leí. Te dije algo al oído, no me diste pelota. Y te dejé.

Porque sos un ridículo. Amante de la noche pero de las noches de desgracia que vos mismo reclamabas para vos, y de las miserias de la vida que te ibas poniendo en los bolsillos de ese piyama de mierda que un día agujereé por resentimiento. Sos un neófito en materia de levantarse cada día porque siempre había estado yo despertándote con mis besos desde el día que nos conocimos y no me daba cuenta, habían perdido la fuerza que habían tenido.

¿Qué queremos, cuando queremos a alguien? Hay una totalidad que subyace, hay un misterio que reprime y hay un cuerpo que concreta, ese cuerpo que extraño, cuando me doy cuenta de que somos distintos, porque yo soy toda sexo, mierda, necesito de tus brazos, (y de tu p... iel), tanto como necesito de los míos para hacer lo que hago con mis manos, pero las veo quietitas a las tuyas, tan ridículas, que un día no pude dormir más con vos así (con piyama, grandísimo pelotudo) que me tuve que ir a la mierda.

sábado, 9 de febrero de 2013

Carta

Como sabés, nací en el conurbano y tengo síndrome de villa. Es raro pensarlo así, alguna parte de mi cuerpo reclama algo de esa procedencia cuando camino por las veredas de mi barrio y miro las casas del bajo como esperando que me cuenten historias que ya viví. Debe ser alguna especie de karma que sufro por haberme corrido del mandato de mi ciudad y suena a traición, lo sé. Temí muchas veces confundirme con mi gente pero ahora lo añoro, por eso los reclamo como míos.
Debe ser que me hice más grande y los recuerdos de la colonia de vacaciones me llevan a un barrio vecino, decían que también era contagioso, y hasta peligroso, y que no fuera. Pero mi papá me llevaba de la mano, y ahí tenía un par de amigos. Me metía a la pileta de natación y jugaba al quemado con los otros chicos. 
Hablaban distinto, pero yo también nací en este pueblo. Algo en mi personalidad lo hace evidente.
Por las madrugadas vuelvo los sábados cuando una de mis vecinas baldea su patio. Yo nunca la saludo. Pero otras veces me pasa que me da miedo caminar sola por las calles de la ciudad de Buenos Aires y me gustaría estar saludando a la vecina. Entonces la ciudad me seduce, y la pizza de Güerrín y los cafés por la calle Corrientes, pero también me altera. 
Por eso, cuando se hace de noche y escucho a los grillos, y solamente el ventilador de mi computadora me replica el sonido de mi voz cantando y esperando que nadie escuche, sé que me pongo pelotuda porque la contradicción me conmueve. Me miro desde afuera como si yo misma fuera un objeto y pienso que si ahora escucho Damas Gratis en una fiesta y bailo con mis amigos y soy feliz, es porque la primera vez que bailé esa canción fue con mis vecinos en un asalto, cuando hablaba con ellos y era todo parte de lo mismo y no me daba cuenta de nada, y me movía contenta. 
Con todo esto no quiero decir que mi vida haya tenido falencias. Mi infancia no tuvo dibujitos animados por cable, pero haberme trepado a los árboles para sacarle los nísperos tampoco me hizo mejor persona. Hay algo más que nos construye y le tengo tanto miedo a lo que soy que reafirmar de donde vengo seguro es mi otro yo que se cansó de comer panes desesperados. No creo que esto que te digo le pase o vaya pasar también a mis vecinos, ellos son otros. Es que la nostalgia cuando se atraviesa por una ventana que da a la calle, a estas horas, puede ser así de peligrosa. Además hoy Tigre le ganó a Estudiantes, y este sentirme parte, pucha, qué emoción tan grande, creo que me entendés.
Espero que esta carta no te haya aburrido, es que vos también escribís cartas cada tanto y hoy se me hizo necesario contarte esto.
PD: No hay posdata porque no me animo.


jueves, 7 de febrero de 2013

Wallflower






a Loj, 
dictadora



No seamos el personaje de la película de Emma Watson
y repitamos al espejo, o frente a la computadora:
"no vamos a mendigar por amor".

Vamos a empezar a ser sinceras y convertirnos
en nuestras aliadas
porque somos amigas
y entre amigos no nos mendigamos. 
Porque no somos la protagonista
de la película mala,
al contrario de esas ficciones terribles
tenemos el coraje de decirnos las cosas
y proclamar que somos un desastre frente al hombre que queremos
y que no conseguimos nada con querer nada
porque nos la pasamos lamentándonos por lo que conseguimos
y encima, si llegamos a enunciarlo
por temor
con frecuencia
maquillamos las heridas con base de la más clarita
como tapando las marcas de nuestra cara
porque nos dicen que la adolescencia todavía no se terminó del todo.

Queremos ser cómplices de este siglo, no nos sale.
Lo intentamos cada día pero no es noticia que se murió el amor hace rato.
Y contra todo rumor de vereda, nosotras no somos hija de buena vecina

porque crecimos siendo criadas como señoritas
para convertirnos en mujeres confundidas;
en nuestro haber hay más recuerdos caseros sobre cómo cortarse el pelo
y sentarse con las piernas cruzadas
que sobre decir las cosas
(y después tiene que escuchar una
que le digan frígida
o lesbiana 
como si esto último pudiera llegar a ser un insulto, 
aunque equivocado)

Tal vez por eso, y sólo por esta razón
es que a veces nos confundimos.
Compramos la historia
y terminamos cruzando los labios y abriendo las piernas
para después largar con desesperación
todas las palabras que guardaron 
nuestros úteros infantiles
tercos
y malgastados.