lunes, 19 de mayo de 2014

El Mago




Cuando iba al taller literario municipal se había hecho costumbre volver en la camionetita de uno de mis compañeros del taller, él me preguntaba si iba a mi casa, porque vivía cerca y le quedaba de paso, y yo le decía que sí, me subía e íbamos conversando en el recorrido de esas siete o diez cuadras hasta que paraba el motor en la esquina de mi casa y seguíamos conversando sobre lo que nos gustaba escribir. A mí me daba gracia porque él siempre escribía sobre cimas de miel, montañas con picos nevados y todos temas referidos al cuerpo de la mujer, de alguna mujer en la que debería estar pensando o soñando y me gustaba imaginar que sus historias eran como las de los libros. Él se decía poeta y era grande, lo que para mí a esa edad podía decirse grande, un hombre con hijos que yo conocía, y de los cuales me hablaba con amor y cierta distancia, como si quisiera contarme de ellos como si fueran sus amigos, como si pudiera pensar que yo también podía ser su amiga para conversar media hora más sobre poesía en su camioneta gas oil. Cuando llegaba al taller me saludaba y me decía que yo iba a ser una escritora importante, pero cuando iba manejando después, al irnos, me decía que conmigo podía hablar de cualquier cosa, y que hablar sobre cualquier cosa lo movilizaba y le hacía pensar que la edad que yo tenía en ese momento era increíble para la situación. Porque cuando hablaba, me contaba sobre su familia como si se tratara de hermanos, o de problemas que le quedaban muy grandes o muy lejos; a mí me daba la sensación de escucharlo hablar levitando porque también me contaba sobre meditación y tarot, y había un clima de magia en esas charlas en las que el universo era el único límite y el único tema sobre el cual podíamos mirarnos y decirnos que teníamos razón. Cuando me preguntaba si me iba a volver con él nunca le podía decir que no. Su invitación era como un hechizo. A mí me gustaba su pelo, era muy moderno, tenía un aire bohemio en los pantalones marrones que usaba y combinaban perfectamente con el tono juvenil que se dejaba escuchar al hablar, no sé si forzado, tal vez construido, para quedar para siempre entre el momento en que miraba y hacía silencio y empezaba a decir cosas sobre el amor. El amor, siempre el amor, siempre una conversación sobre cómo el amor iba a salvarnos o perdernos, pero que inevitablemente íbamos a construir cada uno para sí en el futuro porque estaba seguro de eso. Para mí amor era la camioneta roja haciendo ruido cuando me traía a mi casa, sabiendo que nos quedaba un rato de conversación, hasta que no lo ví más. Fue de a poco, después fui dejándolo de recordar, porque recién ahora puedo decir que mi primera relación profunda con un hombre fue extrictamente literaria (y no me sentí más sola) con un hechicero con una camionetita hecha pelota.



1 comentario:

A girl called María dijo...

qué lindo relato flor. me gustó el corte abrupto del final, es violento